Cómo fue la noche de Cromañón en el Hospital Ramos Mejía. Crónica de una guardia inolvidable.
El 30 de diciembre de 2024 se cumplieron 20 años de la masacre ocurrida durante el recital de Callejeros en el boliche de Once. La Dra. Verónica Socolovsky relata cómo fue aquella noche que ella estaba de guardia en el servicio de anestesia del Hospital Ramos Mejía.
Notas08/01/2025 Lic. María Eugenia PiaggioLa noche transcurría como cualquier otra víspera de Año Nuevo. La Ciudad de Buenos Aires se preparaba para la fiesta, con autopistas llenas de autos que huían al descanso veraniego. Pero, a pocas cuadras de Plaza Miserere, en el corazón del barrio de Once, cientos de jóvenes buscaban otro escape.
Faltaba poco para la medianoche cuando un flash informativo interrumpió el loop musical en la radio. Una noticia vaga y prematura anunciaba un incendio. La magnitud de lo ocurrido permanecía oculta.
A esa misma hora, en el Hospital Ramos Mejía, la anestesióloga Verónica Socolovsky, de 27 años, estaba terminando un procedimiento en el quirófano. Nada hacía prever que esa noche ella sería protagonista de uno de los desafíos más extremos de la salud pública argentina.
“Estaba con Milagros Zaragoza, residente de primer año, en el quirófano del cuarto piso atendiendo a un paciente crítico de terapia intensiva. Ya estábamos cerrando el caso cuando el Dr. Juan Carlos de Ortúzar, nuestro titular de anestesia, nos llamó a la guardia con un tono que nos sorprendió. Él nunca pedía ayuda si no era realmente necesario. Por suerte, estábamos listos para trasladar al paciente y pudimos bajar rápido. Ese pequeño margen de tiempo fue prudencial, aunque no sé si cambió mucho los resultados”, recuerda la doctora.
Cuando llegaron al shock room, dos pacientes estaban siendo atendidos. La situación parecía controlada. “Pensamos: 'Son dos pacientes, no es tan grave'. Pero, en cuestión de segundos, la guardia empezó a llenarse de una manera inexplicable. Nadie sabía lo que estaba ocurriendo afuera. Nos decían que había un incendio, pero no imaginábamos la magnitud”, rememora.
Lo que sucedía a pocas cuadras era inimaginable. En el boliche República Cromañón, miles de jóvenes que asistían al recital de Callejeros quedaron atrapados por un fuego voraz y el humo letal de las medias sombras en combustión. La tragedia desbordó todo el sistema de emergencia de la ciudad.
El Ramos Mejía, por su cercanía, fue el primer destino para las ambulancias del SAME. La afluencia de pacientes pronto superó cualquier previsión. “Cuando ya teníamos cinco o seis pacientes en la sala de shock room, nos preguntábamos: '¿Qué le pasa al SAME que trae tantos pacientes acá?' Alguien dijo: ‘Parece que hay un incendio’. Nuestra reacción fue: '¿Por qué no los llevan a otro lado?' No entendíamos lo que estaba pasando”, relata.
La dimensión de la tragedia recién sería evidente con el amanecer. En ese momento, la doctora y el resto del equipo no sabían que todos los hospitales de la ciudad estaban colapsados. “Nos enteramos al día siguiente. El Hospital de Clínicas también tenía la guardia llena. Todos los hospitales estaban en la misma situación”, expresa.
Esa noche, la catástrofe no natural más grave de la historia argentina, con 194 jóvenes fallecidos de un promedio de edad de 22 años, dejó huellas imborrables en todos los ciudadanos del país. Verónica Socolovsky recuerda esos momentos con una mezcla de orgullo y tristeza, reflejo del compromiso y la angustia de haber enfrentado lo inimaginable.
El inicio del caos
De repente, el Hospital Ramos Mejía se convirtió en el centro de un esfuerzo desesperado por salvar vidas. Todo comenzó a llegar de golpe: ambulancias, camillas improvisadas, pacientes desmayados en el suelo y una lluvia de adolescentes que, sin señales de daño físico, no respondían. El aire olía a hollín; las pisadas quedaban marcadas en un suelo negro, húmedo y cubierto de fragmentos que se pegaban a la ropa y la piel.
La Dra. Verónica Socolovsky recuerda con detalle aquella guardia que jamás podrá olvidar. "De repente, todo se desbordó. Los boxes estaban llenos, las camillas ocupadas, y empezamos a atender directamente en el piso. Chicos vestidos como cualquier adolescente, enteros, sin quemaduras ni heridas visibles, pero no respondían. Era una escena que desconcertaba; estábamos frente a algo que no entendíamos".
En medio del caos, la guardia se organizó instintivamente en pequeñas cuadrillas de trabajo. "Nos juntamos en grupos de un anestesiólogo, un ginecólogo, un cirujano general y un enfermero, todos haciendo lo que fuera necesario. Mili, con apenas seis meses de residencia, tenía una habilidad increíble para intubar pacientes. Se desdobló y empezó a trabajar sola para atender a más chicos. Mientras tanto, el titular de la guardia, Juan Carlos de Ortúzar, estaba en otra área, igual de saturada. Yo me movía con adrenalina en un bolsillo, atropina en el otro, y un enfermero detrás cargando tubos endotraqueales, jeringas y vías periféricas", relata Verónica.
El tiempo se volvía un enemigo implacable.
En cada rincón de la guardia había un adolescente peleando por su vida. "Me arrodillaba en el piso, chequeaba si tenía pulso, lo estimulaba y si no respondía, arrancaba la reanimación ahí mismo. No había tiempo de llevarlos adentro, porque 'adentro' ya estaba lleno de otros pacientes. Todo sucedía en los pasillos. Había chicos desmayados, otros apoyados contra la pared, agitados, y el quirófano terminó convertido en una sala improvisada de rehabilitación". La escena era desgarradora.
El suelo del pasillo interno de la guardia estaba lleno de cuerpos: unos atendidos, otros esperando. "No podía dar dos pasos sin tener que arrodillarme otra vez para ayudar a alguien. Era un flujo constante de gente entrando y colapsando cada espacio posible. Todo estaba a puertas abiertas, la circulación era libre, y no había un solo lugar que estuviera vacío".
Una carrera contra el tiempo
Cuando la primera oleada de pacientes había sido atendida, el personal sanitario volvió a recorrer los pasillos, verificando si quedaba alguien más que necesitara ayuda. Fue entonces cuando la Dra. Socolovsky enfrentó la realidad más cruda de esa noche. “El primer consultorio de la guardia, el que estaba más hacia el pasillo, era el de traumatología. Ese lugar -es demasiado fuerte lo que voy a decir- pero era donde depositaban los cuerpos de los adolescentes que no pudieron sobrevivir”.
El relato se detiene por un momento, como si las palabras aún pesaran, 20 años después.
Entre las 4 y las 5 de la madrugada, después de horas de trabajo ininterrumpido, Verónica y su compañera Milagros vieron en la televisión las imágenes de la tragedia que estaban viviendo en primera persona. Pero aún quedaban preguntas sin respuesta. “Nos quedamos con tres o cuatro pacientes que no habían fallecido en la situación aguda, pero que seguían sin responder. Si no se habían muerto de entrada, ¿por qué no despertaban?”, se preguntaba la doctora. A esos pacientes los llevaron al tomógrafo para ver si había algo quirúrgico que no habían advertido.
Al salir de la guardia, para ir al sector de imágenes, se encontraron con los padres que empezaban a llegar desesperados por noticias. “Habían puesto un vallado improvisado, pero pasar por ahí fue durísimo. Los padres se asomaban para ver si el hijo que trasladábamos era el suyo. Te preguntaban por nombres y vos no tenías idea quién era cada chico. Esa pasarela de padres fue más difícil que muchas otras cosas que viví esa noche”.
En medio del caos, hubo héroes silenciosos que merecen ser recordados. “Si alguien se lleva los laureles de todo esto, fueron las instrumentadoras de la guardia. Nunca me voy a olvidar de ellas. Conocían la guardia y el quirófano como nadie, y supieron optimizar los pocos recursos que teníamos. Desdoblaban bocas de oxígeno, solucionaban válvulas que no funcionaban, abrían puntos de oxígeno en los boxes de atención. Hicieron que todo fuera posible en medio del desborde total”.
Hoy, con la distancia de los años, Verónica reflexiona sobre esa noche que marcó su carrera y su vida. “Alguien tendría que haber organizado mejor la entrada de los pacientes y la contención de los familiares. Pero lo hicimos como pudimos. Todos dimos lo mejor de nosotros”.
Recursos insuficientes para una emergencia descomunal
La ciudad de Buenos Aires respiraba el aire festivo de un fin de año cercano, con las calles iluminadas y el bullicio de la gente que se preparaba para despedir el 2004. Pero en el Hospital Ramos Mejía la realidad era otra: la tragedia se había instalado en cada rincón y la noche se había convertido en un mar de incertidumbre y desesperación.
El incendio en Cromañón, durante el show de la banda Callejeros, había llegado como un torrente a la sala de guardia. La magnitud de lo que estaba ocurriendo se hizo evidente en cada camilla, en cada mirada desesperada que cruzaba la sala.
El tiempo, esa unidad de medida que en un momento de crisis se vuelve un enemigo, se estiraba sin piedad. El sonido de los respiradores manuales y el esfuerzo incansable de las manos que no paraban de mover las bolsas autoinflables eran los únicos aliados en medio de la desesperación. Pero el triage, esa selección brutal de quién recibiría atención y quién no, se imponía con un peso insoportable.
La noche se prolongó en un torbellino de desesperación y heroísmo improvisado. Las instrumentadoras, heroínas anónimas de esa jornada, idearon soluciones para multiplicar las bocas de oxígeno mientras Verónica y sus colegas se movían entre los pacientes, dándoles una oportunidad tras otra, aunque sabían que la mayoría de las veces esa oportunidad no era suficiente.
“¿Sabés a cuánta gente le pedí perdón y no me escuchó?”, recordó la médica, y en su voz se escuchaba el eco de las decisiones que nunca podrán olvidarse.
El misterio médico
Entre los pacientes que sobrevivieron a la etapa inicial de la crisis, pocos lograron estabilizarse por completo. Una de ellas fue Agustina, una joven de ojos azules cuya mirada impactó a la Dra. Verónica Socolovsky. A pesar de no presentar daños físicos evidentes, no despertaba. Fue trasladada al tomógrafo, donde confirmaron que no había lesiones internas. Sin embargo, días después, Agustina se convirtió en el único caso de donación de órganos de aquella tragedia.
Tiempo después, un forense explicó que el humo generado por la quema de la media sombra contenía un compuesto similar al cianuro, que inhibía irreversiblemente la cadena respiratoria. “No había nada que pudiéramos haber hecho para revertir esa intoxicación”, se consuela Verónica.
Gracias a la explicación del especialista forense, se pudo develar el misterio de por qué, a pesar de ser chicos que exteriormente estaban sanos, no respondían. “De alguna manera, dentro de toda la tragedia y de lo doloroso, entender qué pasó desde lo médico, no sé si mitiga un poco de la frustración, pero por lo menos te da una explicación de ciertas cosas. Fue muy frustrante estar en una situación así y tener altísima tasa de no éxito”, concluyó la anestesióloga.
El impacto emocional
A pesar de todo, Verónica recuerda esa noche con una mezcla de orgullo y tristeza. “Saber que hicimos lo que pudimos me da algo de paz. El hospital era mi casa, y si no me hubiese tocado estar de guardia, creo que hubiera ido igual”, dice con voz firme, como si buscara refugio en esa certeza.
Sin embargo, la experiencia dejó marcas profundas. Aunque Verónica creía que la tragedia no había tenido un impacto emocional en ella, su cuerpo habló por sí mismo, de forma abrupta e inesperada. “Terminé con un dolor lacerante, terrible, sudorosa, sin entender qué me estaba pasando. Necesité medicación para tratar la gastritis durante bastante tiempo. Pensaba que esto no me había generado ninguna carga emocional, pero evidentemente por algún lado va”, admite, con un dejo de ironía al recordar cómo esa crisis física la tomó por sorpresa.
Al reflexionar sobre lo que le dejó esa experiencia, Verónica no duda: “Primero, es fundamental hacer un repaso de las situaciones. Es crucial poder mirar con el diario del lunes los procesos. La voz se le tensa en este momento. La verdad es que, ¿cuán mejor preparados estamos si algo vuelve a pasar? No lo sé. Ojalá que no tengamos que volverlo a experimentar”.
Pero no todo fue oscuridad. La anestesióloga también recuerda cómo los equipos de trabajo respondieron, a pesar de la desesperación. “La solidaridad y la rápida comprensión de los equipos de trabajo. Estas cuadrillas de las que hablé, se armaron de manera absolutamente espontánea, no podría decir ni cómo se gestaron, pero fue como si hubiese surgido de la necesidad misma. Fue espontáneo”, dice con un destello de gratitud. Esa noche, la humanidad de los que estaban allí se hizo palpable, una luz en medio de la tragedia.
La masacre de Cromañón dejó una marca imborrable no solo en el sistema de salud y en quienes enfrentaron la emergencia de manera directa, sino en toda la sociedad argentina. Para los anestesiólogos como Verónica Socolovsky, aquella noche fue una lección de humanidad y resiliencia, una prueba de que, incluso en las circunstancias más adversas, la vocación médica se sostiene en el deseo de salvar vidas, aun cuando el destino pareciera jugar en contra.
Hoy, a dos décadas de aquella tragedia, el relato de la Dra. Socolovsky nos recuerda que, en situaciones límite, la fortaleza y el compromiso de los profesionales de la salud pueden marcar la diferencia entre la vida y la muerte, incluso cuando las posibilidades son mínimas.
Por la Dra. Verónica Vellaio. Colaboración de María Eugenia Piaggio
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